“Dos caminantes divisaron a lo lejos unos grupos de personas y
decidieron acercarse para ver que estaban haciendo. Cuando llegaron a donde
estaba el primer grupo se dirigieron a ellos y les preguntaron: ¿qué hacen
ustedes? ¡no lo ven!, respondieron los trabajadores: picando piedras. Un poco
más adelante se encontraba el segundo grupo y preguntados por los viandantes de
la misma forma, ellos respondieron: ¡no lo ven!, nosotros estamos haciendo un
arco. Por fin se acercaron hasta el tercero de los grupos de trabajadores y les
hicieron la misma pregunta, a la cual éstos respondieron: ¡no se dan ustedes
cuenta!, nosotros estamos construyendo una catedral”.
Esto es lo que recuerdo de la narración que hizo el presidente
del Ateneo de Valencia, si no recuerdo mal, en el inicio de la andadura de la
nueva era del Ateneo de Cáceres, en un bonito acto celebrado ya hace unos
cuantos años en el aula de cultura de Caja Extremadura en Cáceres.
Seguro que este cuento, como cualquier otro, tiene tantas
versiones e interpretaciones como personas lo cuenten e intenten explicar
su significado, pero, es posible, que muchos podamos coincidir, al menos, en
algunas cuestiones que parecen de sentido común.
La construcción de catedrales, obras majestuosas y admirables
por su juego de espacios y volúmenes, sus elementos decorativos, símbolo de un
poder, de un profundo sentido de solemnidad, de expresión espiritual y material
de la religión, etc., son el resultado de diseñar, combinar y organizar una
multiplicidad de pequeños objetos que debidamente articulados nos dan la
impresión de ser un todo acabado, en el que las partes que lo forman se
integran en la inmensidad del conjunto, permitiendo que aquello que
aisladamente tiene un valor muy limitado, integrado y añadido a otros muchos,
llega a adquirir un sentido que con mucho sobrepasa la simple suma del valor de
las partes.
Cada piedra de la catedral, cada elemento decorativo, son el
fruto del esfuerzo de una acción que, según la perspectiva de quién la hace,
puedo generar satisfacción o simplemente rutina y duro trabajo ignorando el
verdadero sentido que adquirirá una vez colocada en el lugar y el espacio que
le asignó quien concibió la obra.
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