sábado, 11 de junio de 2016

Historias para no dormir.

Niños rumanos en su escuela (2006)
La vida, los años, la experiencia profesional y personal vividas, junto con la genética, nos conforman como persona  y nos ayudan, o no, a encontrar sentido a nuestra existencia y a las historias que se desarrollan a nuestro alrededor.

Por esa razón, siempre que viajo, me gusta llevar puestas las gafas de la curiosidad y la observación detenida para tratar de ver y conocer las vidas y las historias de las personas con las que me encuentro en el camino. Esa es la razón por la que hoy me gustaría compartir tres historias que considero que deberían quitarnos el sueño, no solo por  lo que puedan significar para los que hemos tenido la fortuna de nacer en la zona de confort que nos proporciona un país, una sociedad y una familia que, mirando al mundo que nos rodea, podemos decir que están muy por encima de la media, incluso cuando aún estamos viviendo las consecuencias de la crisis económica; sino también, y sobre todo, porque debería hacernos pensar, cuando ejercemos como ciudadanos o profesionales, sobre qué sociedad queremos contribuir con nuestras acciones y omisiones.

La primera historia me sorprendió allá por el año 2006, en una visita de un programa Arion, en una pequeña ciudad de Rumanía. Cuando llegamos a la plaza del pueblo y dejamos el coche aparcado de inmediato se nos acercó un chico de unos 11 años, que nos ofrecía servirnos de guía a cambio de alguna gratificación. Le preguntamos porque no iba a la escuela y nos respondió que necesitaba dinero para llevar comida a su casa, que tenía 6 ó 7 hermanos, no recuerdo con exactitud. Pero es curioso, apenas iba a la escuela y se defendía en español e inglés. Aceptamos su propuesta, recorrimos la pequeña ciudad mientras nos contaba historias que supuestamente había aprendido escuchando a otros. Finalizada la visita le preguntamos cuánto debíamos pagarle, a lo que respondió que con unas monedas era suficiente. Entonces le propusimos que le dábamos el doble pero en alimentos para su familia, lo que de inmediato aceptó. Después de comprar unos alimentos básicos, le ofrecimos que cogiera alguna golosina o algo que le gustara mucho y que no podía comprarse habitualmente. Su decisión fue comprar una gaseosa grande para compartir con sus hermanos. Finalizada la compra lo llevamos en el coche a su casa para que no fuera cargado. Cuando llegamos nos encontramos que vivía en las afueras de la ciudad en un barrio de chabolas, la suya, como todas las demás, estaba hecha de restos de materiales como maderas, chapas, plásticos, etc. Podría tener una extensión de unos 14 m2, en el centro tenía una estufa que servía de calefacción y cocina. Para agradecernos la comida que llevamos nos sentaron en el lugar mejor que tenían, un camastro de tablas y con ladrillos para soportarla, que era donde supuestamente dormía la mayoría de ellos y sus padres, que apenas tendrían 30 años y ya tenían más de media docena de hijos. Enterados los vecinos de nuestra presencia, el exterior de la chabola se llenó de madres y chiquillos pidiendo una ayuda, lo cual llegó incluso a complicar nuestra salida del barrio.

Las dos siguientes historias comparten el mismo lugar, la ciudad de Cuzco. la primera sucedió en 2007 y en ella conocí a un niño de unos 4 ó 5 años, que sentado en la acera, cerca del hotel en el que me alojaba, vendía puñados de caramelos. La primera tarde que lo encontré, le pregunté cuánto tiempo tenía que estar allí y en un lenguaje difícil de entender, pues apenas hablaba español, me dijo, o le entendí, que hasta que los vendiera todos. Entonces le compré todos los caramelos (al cambio eran apenas un par de euros), para que se fuera a dormir a su casa. Pero mi sorpresa fue que al volver, un par de horas más tarde, todavía estaba allí con más caramelos, por lo que volví a comprárselos todos de nuevo. Así sucedió durante los dos días que estuve en esa ciudad. Naturalmente el niño no actuaba por iniciativa propia, pues después supe que compraban los caramelos en el supermercado, en bolsas grandes, que luego dividían en puñados para venderlos más caros y ganarse quizá el doble de su costo. Y aunque traté de hablar con el niño, no logré averiguar mucho, pues su lenguaje era muy limitado, además de que quizás estaba advertido de no hablar con extraños.

La tercera historia la conocí en mi segunda visita a Cuzco, en abril de este año. Se trataba de una niña de 9 años, que estaba sentada en la puerta de un comercio en la acera. Tenía una báscula de baño delante de ella, le pregunté que para que tenía la báscula y ella me dijo que para pesarse quien quisiera por 50 céntimos de sol (al cambio un euro son unos 3,7 soles). Entonces le dije que para que quería el dinero y me respondió que para comprar unos cuadernos que necesitaba para ir a la escuela, le pregunté cuánto necesitaba para los cuadernos y me dijo que 3 soles. También quise saber si necesitaba algo más y respondió que unos colores que costaban dos soles. Por lo que le di esa pequeña cantidad y me marché con la duda de si alguna vez la niña tuvo los cuadernos y los lápices para los que decía estar juntando dinero.

Historias similares suceden muchos miles cada día, cada instante, en este mundo injusto y egoísta. Incluso si pensamos en las angustias y calamidades que hoy están pasando todos aquellos que quieren salir de las zonas de guerra y miseria, por las necesidades vitales que no se pueden satisfacer, consecuencias de los conflictos armados en todo el mundo. Porque ahora, los medios de comunicación, nos han puesto el foco en el Mediterráneo, pero países como Colombia, que como consecuencia de la guerra que sufre por más de 50 años entre el ejército, la guerrilla, los paramilitares, según el Consejo Noruego para los refugiados, en un informe presentado en Ginebra, mayo de 2016, junto a la Agencia de la Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), indica que 5,7 millones de personas están desplazadas, es decir el 12% de la población ha dejado sus hogares por la violencia, siendo el segundo país del mundo con más desplazados después de Siria.

Pero sin ir más lejos, también la crisis de los últimos años, entre nosotros, ha agudizado la pobreza, y lo que es peor aún, ha llevado a muchos a perder su dignidad de persona por no disponer de lo mínimo necesario. Por lo que podríamos seguir contando historias para no dormir y no tener tiempo en una vida para contarlas todas, pues las miserias humanas no entienden de fronteras ni de países, son universales y mientras existamos conoceremos y sabremos de historias que nos gustaría que no se vivieran jamás.

Por todo ello, la enseñanza más importante que deberíamos sacar es que la educación, la formación de personas con principios morales y éticos, justas, íntegras, solidarias y pacíficas, es el mayor patrimonio que podemos dejar a nuestros hijos. Pues luchar por una educación mejor es imprescindible para lograr un mundo más vivible y sostenible. Pero mientras pensamos como podríamos resolver los problemas del mundo, podemos empezar por atender las necesidades de los más próximos y a emprender una cruzada, personal y colectiva, solucionando todo aquello que esté a nuestro alcance. De ese modo, estaremos en camino de lograr una vida más digna para todos los humanos y un mundo más sostenible.