Editorial Letra Minúscula, Barcelona, 2025; parte I, 241 pp., parte II, 453 pp. (I.S.B.N.: 978-84-1090-2025 y 978-84-1090-234-3, respectivamente.)
En su sentido primigenio, artes son, como las “technai” griegas, aquellas habilidades que alguien desarrolla para hacer algo -sea amasar y elaborar pan, moldear vasijas en un alfar, esculpir un dosel con columnas salomónicas para un retablo o, digamos, pintar un retrato personal-; se trata, en definitiva, de una forma de acción útil basada en cierto conocimiento, no meramente teórico, adquirido en contacto empírico con la materia que transforma. Soy de la opinión que la educación es una actividad humana que, como cabe decir igualmente de la medicina en cuanto tratamiento de la salud personal, cae en muy gran medida en el ámbito semántico de las artes, a pesar de la ya vieja pretensión de trazarle sendas científicas (que, más bien, parece que habría de encaminar a cierta investigación histórico-estadística acerca de los modos de enseñar). Arte y oficio, dicho sea sin complejos, es el del docente, maestro, profesor o como quiera denominarse, a saber: aquella persona que, como cualquiera que esculpe, sabe proyectar una forma -su idea, o sea, el conocimiento científico y cívico que debe inculcar- sobre la materia en que va a trabajar, distinguiendo el barro del granito, del alabastro o de la madera.
Viene esto a cuento del desasosiego que solemos experimentar cuando un artesano de la enseñanza llega a su jubilación y deja su taller y, con él, la sensación de quienes han recibido los frutos de su trabajo -lo mismo que ocurre con la retirada de su zapatero, su dentista, su modista o su desfacedor de entuertos domésticos…- de que se lleva consigo algo irrepetible, su experiencia, su savoir faire, que en el caso de la educación va necesariamente unida a una particular perspicacia, fruto de la sensibilidad y de la filantropía, para captar minuto a minuto el estado de la particular materia cincelable, sea alabastro o diamante, y así sacar el máximo partido de ella, es decir, su alumnado. Quien tiene el arte de educar nos parece, y probablemente así es, irreemplazable, por mucho que nos digamos la obviedad de que nadie es insustituible.
¿Hay algún remedio para ese vacío? Por motivos que nunca acabo de entender, en las artes docentes se elude la praxis de otras artes y oficios, o sea, la lenta y prolongada tutela del maestro de taller a su aprendiz, del artista al discípulo que con él paulatinamente se forma: en la enseñanza, ámbito en que proliferan inacabablemente las reuniones y sesiones de puesta en común, eso apenas existe, prefiriéndose al ejemplo vivo del magister en el aula y en su salsa pedagógica la proliferación de tratados, prontuarios y recetas de toda laya que no evitan al principiante el vértigo de actuar por vez primera y sin coraza.
Tal vez por todo lo dicho y porque la enseñanza es un oficio destinado a muchos en las aulas pero protagonizado de manera solitaria o individual por quien lo ejerce, esa transmisión de la experiencia o bien se va diluyendo, por cálido que sea éste, en el recuerdo de sus antiguos alumnos, o bien se intenta recuperar desde dos puntos de vista independientes: el de colegas que valoran su huella magistral -mediante los que se conocen como libri amicorum– o, más subjetivamente, el del propio cesante -en forma de memorias personales o autobiografías profesionales-.
Lo difícil, por más que se comprenda que no se tiren piedras contra ese tejado, es eludir, en una u otra alternativa, ora el tono lisonjero, ora el autocomplaciente. Y eso, sortear el temible y tedioso autobombo, es lo que creemos que se ha logrado en esta obra de Pedro Navareño, cuyo subtítulo, “crisol de las emociones de un aprendiz de maestro”, brinda dos apuntes, crisol y aprendiz, decisivos para entender su aportación, que me permitiré desgranar en orden inverso; vayamos a ellos.
El segundo debe, a mi juicio, interpretarse literalmente o, mejor dicho, sin presuponerle falsa modestia: todo maestro que se precie ha de ser, vocacional y realmente, es decir, no meramente de boquilla, alguien dispuesto y entregado a aprender en todo momento y sin nunca acabar de los factores de su arte, empezando por el alumnado y continuando por la valoración crítica de su propia práctica para, de ese modo, ser capaz de aquilatar cuanto contribuya a hacerle mejor de cara a ese horizonte de la siempre inalcanzable perfección pedagógica; en tal sentido, la historia profesional de Navareño es una constante conciencia de las propias carencias y la consiguiente búsqueda de cauces para mitigarlas o superarlas. La ironía de Sócrates, saber que no se sabe, primera condición para superar semejante inopia, es, como la docta ignorancia de Nicolás de Cusa, el requisito básico de todo docente, salvo del impostor que pretende revestir de omnisciencia su párvulo conocimiento de lo que sus discentes desconocen al principio pero muy pronto dominarán tanto o casi tan bien como él mismo.
El primer apunte es, digamos, más metafórico, pero no menos representativo del tono general del libro, que, según su autor, ha pretendido concentrar en un recipiente apropiado, a modo de crisol, todo el bagaje de esa trayectoria de aprendiz que prueba, yerra y reemprende el camino, siempre guiado por esa emoción, que los docentes suelen relatar y referir como incomparable y muy hermosa, de quien ve paulatinamente proyectada en el espíritu y el carácter de sus alumnos la forma que él ha pretendido infundir en ellos. Así pues, si quien no duda no puede aprender -ni, mucho menos, enseñar-, quien no vibra es casi imposible que pueda modelar la personalidad intelectual y moral de aquéllos que han sido puestos en sus manos de “pedagogo”, o sea, del que lleva de la mano a los niños… o alumnos en general. Porque enseñar no es meramente proceder a una transfusión de saberes, sino hacer avanzar en el saber y el sentir al discente por quien se esfuerza y dentro de lo posible logra ponerse en su lugar, o sea, por el docente.
Ya hemos dicho que, a pesar de ser rica y larga su trayectoria en distintos escalones y obligaciones del sistema educativo, el propósito de Navareño es contenido en el tono y el estilo memorialístico y, dentro de lo posible, rehúye una recapitulación de la propia trayectoria o el puro relato de sus andanzas como maestro, orientador, asesor, inspector o nuevamente profesor a pie de aula, guiándose más bien por el afán que late en el título de su obra: reconociendo que nuestro sistema de enseñanza es, y en puridad debe seguir siendo siempre, mejorable en numerosos aspectos, lo que ofrece, antes que recetas, son percepciones habidas en su propia experiencia a modo de señalamientos críticos (lo que equivale a decir, análisis y revisiones del mundo escolar de los que se desprendan miras constructivas para, incorporándolas a las de cada cual, afrontar la tarea de introducir cambios progresivos y, sobre todo, de progreso). Esto último, el potencial transformador y comprometido de la educación que cada enseñante ha de desarrollar, se destila de una de esas emociones del aprendiz de maestro, acaso la más determinante, cual es la sensibilidad hacia el “material humano escolar” y su situación desde el punto de vista de la equidad y la justicia, que son condiciones necesarias del educar y que deberían inspirar cualesquiera reflexiones y acciones sobre métodos, programas y valoraciones.
La idea de itinerario, sugerentemente expresada en el título, De la escuela que venimos a la escuela que soñamos, se proyecta sobre esta obra que, publicada en dos partes o tomos por la mejor manejabilidad de este formato, viene a ocuparse en la primera del antecedente del par, es decir, de la génesis de la escuela actual y del estado presente de la misma (el de dónde venimos), para volcarse en la segunda parte o tomo, mucho más extensa y profundamente elaborado, de la prospectiva de la institución escolar y su funcionamiento (el adónde: el horizonte que se sueña). Pero, independientemente de esa presentación impresa en doble volumen, este libro extenso y minucioso en su recorrido por los tópicos que va abordando, se articula en apenas tres capítulos obtenidos del metafórico crisol antedicho:
I. ¿De dónde venimos? El origen de la escuela que tenemos.
II. ¿Dónde estamos? La escuela que tenemos en el primer cuarto del siglo XXI.
III. ¿Hacia dónde vamos? La escuela que soñamos y necesitamos.
Haremos gracia aquí, como es natural, de describir, ni siquiera a modo de epítome, todos los hitos que van jalonando el itinerario de que hablábamos; nos limitaremos, pues, a consignar nominalmente tan sólo algunos de especial relevancia. En el capítulo I, recuperando el papel transformador de los movimientos pedagógicos que pusieron en cuestión las bases de la escuela tradicional, se examina la importancia que junto a ellos tuvieron cuantos pusieron la dignidad humana y los derechos básicos como mira primordial de la enseñanza.
Esa mirada, que podríamos denominar político-moral y que conecta con la invocación preferencial de la equidad y la justicia a que antes hacíamos mención, se posa igualmente en el capítulo II, que, sin eludir el vidrioso asunto del negocio que algunos persiguen hacer con la educación (y que tanto está condicionando y a menudo contaminando todos los escalones formativos, desde los párvulos de un año a los postgraduados universitarios), entra de lleno en los que seguramente sean tres pilares determinantes de la cuestión escolar: la evaluación educativa -de los alumnos, de los centros, del ejercicio docente y, finalmente, de los sistemas educativos mismos-, el papel del profesorado -desde la formación para acceder a su ejercicio, hasta su perfeccionamiento continuado a lo largo de la vida profesional en la práctica docente cotidiana-, y por último el decisivo asunto de la dirección escolar y las perspectivas y posibilidades de un verdadero liderazgo pedagógico.
Pero es en el capítulo III donde, recogiendo todo lo emanado del crisol de las emociones y vivencias como protagonista de cincuenta años de vida escolar, el autor se dispone a extraer conclusiones de esa experiencia vital y profesional y aborda de frente los puntos que considera claves para la construcción de la escuela soñada. Diez son esas claves que, dado lo elocuente de sus respectivos títulos para el lector de estas líneas, enumeraremos a continuación: 1) La escuela como espacio para el cuidado, el bienestar de las personas y la convivencia positiva; 2) Formación del profesional docente colaborativo para la creación de comunidades de aprendizaje; 3) La escuela como una organización que aprende y genera las respuestas desde su propio seno que necesita; 4) Liderazgo pedagógico distribuido y vertebrador de la comunidad educativa; 5) Un currículo basado en la irrenunciabilidad a la esperanza y el logro de un perfil de salida para la ciudadanía global crítica ante sus desafíos; 6) Evaluación formativa y auténtica como base del aprender a aprender; 7) Escuela abierta que integre las tecnologías (I.A.) al servicio del bien común; 8) Desarrollo de ciclos de aprendizaje experiencial para la innovación sostenible y la mejora continua de la escuela; 9) Supervisión escolar como asesoramiento y acompañamiento pedagógico a las instituciones educativas; y 10) Escuela para el bien común, los derechos humanos, la dignidad de la persona, la justicia social y el logro de la ciudadanía democrática.
Hemos insistido hasta aquí en que el principio conductor de este libro es la convicción de que la experiencia propia, debidamente depurada y desde luego clasificada sin la menor autocomplacencia, entraña un valor excepcional, el mismo que comenzábamos atribuyendo a la transmisión de las artes, entre las que contamos la de enseñar. Sin embargo, toda esa panoplia de sugerencias y propuestas, concebidas no sólo para la enseñanza española sino con pretensión internacional -particularmente en Suramérica, donde el autor viene manteniendo frecuentes contactos y asesoramientos con centros, equipos y administraciones regionales públicos y privados-, correría el riesgo de ser mero alarde autobiográfico si no contase, como sí ocurre en este caso, con el respaldo de una constante investigación al hilo de esa práctica propia, estudio de la literatura pedagógica, psicológica y organizacional que se aporta con un rico aparato de citas y fuentes en las que el potencial lector podrá profundizar.
He aquí, en fin, un libro que propone y permite soñar despierto en una educación diferente: lejos del espíritu onírico de quien despega los pies del suelo mientras fantasea ilusamente, Pedro Navareño pone ante nosotros una reflexión que no desdeña el valor de la utopía a partir de la realidad vivida y no de la irrealidad fingida.
Desde aquí quiero expresar mi más progundo agradecimiento a Juan Angel Canal, el escribir la reseña.
Libro disponible en: Amazon
https://orcid.org/0000-0001-8035-0091

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