En la escuela,
como en cualquier organización, en su devenir diario, existen hechos que no
suelen salir a la luz pública, simplemente suceden y suele hablarse de ellos
entre docentes, entre el alumnado, trabajadores o incluso padres de familia.
Pero que son hechos cotidianos que tienen una decisiva influencia en la vida de
las instituciones educativas, y forman parte de un imaginario colectivo
implícito, que suele ser muy diferente según el contexto y la cultura. Y aunque
no solemos conocerlo bien, pues se trata de hechos y dichos que reflejan las
visiones y percepciones personales de los diferentes miembros de la comunidad
escolar, sirven para que todos tengamos una imagen determinada de la escuela a
la que asisten nuestros hijos, de sus docentes, etc.; al igual que los docentes
conforman su imagen de las familias.
Cuando la escuela
se abra a la sociedad y tiene un funcionamiento verdaderamente democrático y de
participación real, estos asuntos suelen conocerse y acaban siendo, más o
menos, afrontados y resueltos. Pero la experiencia parece decirnos que estamos
lejos de que la escuela que funciona a diario, en la que todo lo que sucede
debería tener luz y taquígrado está lejos de nuestras realidades, más lejos en
unos contextos que en otros, pero demasiado lejos en la mayoría de los casos.
Naturalmente sucede lo mismo en otras instituciones y servicios públicos y
privados, pero aquí nos interesa la escuela. Y, estamos seguros, que si alguien
se atreviera a exponer públicamente lo que sucede en la caja negra, tendría
seguramente resultados nefastos para el que cometiera tal osadía, y,
probablemente poca repercusión para la mejora de la escuela. Salvo que se
hiciera con la autoridad que imprime la investigación rigurosa.
También suele ser
habitual que las percepciones no se corresponden con la realidad, por lo que,
con más frecuencia de lo deseado, se tergiversa la realidad, para alimentar el
imaginario colectivo y sirvir de base para crear estados de opinión que no
ayudan, en la mayoría de los casos, a crear un buen clima de entendimiento,
especialmente entre docentes y familias, porque ambos guardan las apariencias
cuando están cara a cara, aunque sus verdaderos pensamientos y sentimientos
permanecen ocultos y no salen en sus encuentros, para de ese modo, cada uno, preservar
sus intereses particulares, y evitarse enfrentamientos y, probablemente, por
sentido práctico.
Por tanto, parece
claro que tanto padres como docentes tendrían mucho que decirse y si lo hicieran
en el clima adecuado y a través de un diálogo constructivo y positivo, seguro
que todos saldrían ganando, porque la escuela necesita a la familia y la
familia necesita a la escuela. Nada tendría más sentido que construir una
verdadera comunidad educativa que compartiera unos objetivos, consensuados
democráticamente, que marcaran al norte de cada institución educativa, el
camino a seguir. Un camino que recorriéramos todos juntos, aprovechando
sinergias, colaborando y creando espacios en los que todos aprendiéramos.
Este divorcio
silencioso, se oculta y camufla de un modo extraordinario, detrás de alguna
fiesta de pseudoparticipación de las familias, cuando se hacen fiestas de
gradación o el día del centro, que los unos organizan para que los otros engorden
su ego por lo guapos y lo bien que lo hacen sus hijos.
Naturalmente,
somos conscientes que todas las generalizaciones son injustas, y seguro que
existen buenos ejemplos que contradicen lo descrito más arriba, y ojalá fueran
la excepción las escuelas que viven ese divorcio entre familia y escuela, pero
nos tememos que esto no es así, al menos en el contexto español o colombiano.
Pero, claro,
detrás de todo comportamiento personal está la condición humana, con sus
intereses, sus limitaciones, sus prejuicios, su voluntad, sus valores, su
visión de la vida, sus necesidades económicas y vitales, sus creencias y, en
definitiva, su forma de vivir la vida, que, a la vez, está condicionada por la
educación que recibió y el medio social y familiar en el que creció cada
persona. Sucede además que, en las familias, en las que la escuela siempre se
vio como un lugar lejano, al que se debe asistir por obligación, pero que se
está deseando que los hijos tengan edad para abandonarla, y así empezar a
producir algo; porque los ingresos son insuficientes, porque la escuela no les
ha proporcionado ni satisfacciones ni alegrías, porque sus expectativas son las
mismas que tuvieran sus padres, con todo ello, se cierra el circulo vicioso de
a menos escuela, menos formación, menos posibilidades laborales, más pobreza, más
necesidades de todo tipo, etc. Porque la familia conformada por la pobreza, la
ignorancia y los deseos de tener como los demás, con bastante probabilidad,
produce hijos sin valores morales, que pueden caer fuera de las normas
sociales, que se sienten seres menores, pero que quieren, con todo el derecho,
ser mayores y tener como los que pertenecen a otras familias pudientes. Todo
ello se desarrolla en un caldo de cultivo en el que los derechos fundamentales,
como la educación, la sanidad, la vivienda, etc., se convierten en negocios por
las administraciones públicas, y aquí en Latinoamérica saben muy bien de que
hablo; pues esas mismas familias, que son las que no tienen poder adquisitivo,
tampoco tienen derecho a casi nada positivo. Solo a trabajar con horarios
interminables y a recibir salarios de hambre. Solo por citar un ejemplo, en
Colombia la diferencia entre los que más y menos ganan de salarios públicos, puede rondar una diferencia de hasta 20 salarios
base (737.717 pesos para 2017, unos 240 euros), y hay muchas personas que viven
con bastante menos al mes.
La gran cuestión
que deberíamos hacernos en esta situación, es cómo organizar la escuela, para
convertirla en ese lugar abierto a la sociedad, que base su funcionamiento en
el respeto a todos y cada uno de sus miembros, que respete todas las personas,
ideologías, creencias, etc., que ofrece más a aquellos que más lo necesitan,
que acoge y no excluye por ninguna razón. En la que los decentes se sienten
respetados y considerados por sus superiores, por la administración de turno, por
las familias y la sociedad, en la que se hacen realidad sus derechos, etc.
Escuelas en las que las familias tienen toda su confianza, respetan el trabajo
de los docentes, a la vez que son respetadas por difícil que se su situación, en
la que sus hijos son acogidos y queridos, con independencia de su capacidades y
necesidades educativas.
No obstante, no
debemos olvidar algo muy importante, la escuela no puede dejar de ser lo que la
sociedad es. Pues la escuela y la sociedad se permean de tal modo que si las
instituciones y las administraciones no son verdaderamente democráticas, la
escuela tampoco lo será. Si la sociedad está gobernada por una clase dirigente
sin principios éticos y morales, la escuela no puede cambiar esa sociedad, tal
y como nos dice Freire, en todo caso, la escuela no puede transformar la
sociedad, lo que puede haces es formar las personas que cambien la sociedad.
Pero ello exige un compromiso y una actitud de trabajo y entrega de los
docentes más allá de lo que la condición humana muchas veces está dispuesta a
dar y consentir. Porque los docentes también tienen su corazoncito y sus necesidades
vitales que atender, y cuando el trato que se recibe no es el adecuado, si
además, su salario no es el que merecen, ya tenemos el caldo de cultivo ideal
para que los docentes pongan la atención en pedir mejoras de todo tipo,
mientras las familias les miran a ellos esperando la mejor educación para sus
hijos, y, mientras los niños, se desarrollan entre la esperanza que ponen los
padres en la escuela y la queja y reclamación permanente del profesorado ante
las administración responsable. Cerrando un círculo vicioso que tiene grandes
complejidades y dificultades para desenmarañarse de manera fácil.
Por tanto
intentar encontrar culpables o responsables es verdaderamente difícil, pues las
responsabilidades están compartidas, creadas y reforzadas por unas condiciones
sociales, salariales, etc., determinadas y sufridas por cada uno según su
estatus.