La escuela, como espacio de formación y socialización, ha
evolucionado, aunque siempre dos pasos atrás de lo que sucede en otros ámbitos
sociales, para pasar de ser un lugar cerrado, separado de la sociedad por un
grueso muro, que impedía cualquier influencia externa para conservar el
ambiente de aprendizaje académico, libre de contaminaciones externas que
pudieran interferir en el conocimiento que allí se impartía y donde los únicos
responsables de la enseñanza eran los docentes, para transformarse, con el
tiempo, de esa visión casi monástica, en una organización abierta a la sociedad,
que permite la participación de la familia y de otros agentes sociales para
aprovechar y llevar mensajes de interés social. Tal fue la evolución en este
sentido, que actualmente, existe la queja, pensamos que bien fundamentada, de que
todos los problemas que la sociedad presenta, se quieren solucionar integrando
nuevas enseñanzas y programas para ser impartidos en la escuela, no porque allí
no deban sentarse las bases de la formación de ciudadanos éticos y
comprometidos, sino por la forma en la que se imponen, solapando actuaciones,
sin una visión coherente y congruente con los objetivos y planteamientos
educativos de cada institución, sin estar bien articulados e integrados de
acuerdo los principios didácticos y de racionalidad, para que puedan ser aplicados
por los docentes a cada contexto.
Ese giro en la forma de entender la escuela, además, se vió
reforzado por las investigaciones que desde la década de los años 80 del siglo
pasado, vienen relacionando el éxito
académico con la participación de la comunidad, especialmente las familias, en
su acompañamiento y su intervención en el proceso educativo de sus hijos.
Pero, es necesario señalar, que el concepto de participación de la
comunidad escolar no es igualmente entendido por todos. Es un término confuso. Bien
entendida la participación democrática debe asociarse con el poder de tomar
decisiones, pues de lo contrario sería una manera de falsear su esencia y de
aparentar algo que no tendría sentido. Es decir, participar significa tener
poder de decisión y asumir responsabilidades, y no solo de opinar sobre asuntos
como la educación que se imparte en las instituciones educativas, que es
competencia tanto de docentes como de familias, y de la sociedad en general.
Además para que exista una verdadera comunidad, debemos haber acordado unos
intereses y objetivos comunes y compartidos que guíen el trabajo institucional,
pues no es infrecuente que los intereses de las familias sean distintos de los
que se practican en la escuela.
Pero para conocer un poco mejor el fenómeno de la participación de las familias en la escuela en general, y
más particularmente en América Latina, sería necesario conocer y analizar la
evolución de la configuración de las familias, es decir el número de hijos que
se tienen, los roles que tradicionalmente se ha asignado a niños y niñas, los
niveles de pobreza y la necesidad sentida por los progenitores de que, por
ejemplo, los hijos trabajen a temprana edad, cuando no se gana lo suficiente,
que las niñas cuiden de hermanos más pequeños, la extensa jornada laboral de
los padres, 10, 12 horas incluso más, que les obligan a ausentarse del hogar
para poder acompañar a sus hijos en los procesos de socialización primaria y
aprendizajes básicos, las expectativas e importancia que se le otorga a la
educación en las familias más desfavorecidas, como medio de salir y romper el
círculo vicioso de a más pobreza, menos educación y a menos educación menos
posibilidades de alcanzar una vida digna y muchas más de que se perpetúe la
violencia, como expresión de necesidades vitales o simplemente creadas por
falta de saber encontrar sentido a la vida, más allá de lo material, lo cual se
traduce en que la vida no vale casi nada. Pues no debemos olvidar que
Latinoamérica es la región más desigual del planeta, según la ONU desde los
años 70, donde el 20% de la población más rica tiene en promedio unos ingresos
per cápita casi 20 veces superior al ingreso del 20% más pobre. Y sus cifras sobre
violencia de género y doméstica e incumplimiento de los derechos humanos son
escalofriantes. Sin olvidar todos los procesos migratorios que se dan en el
Centro y sur de América, tanto internos como entre países. Como ejemplo, Colombia,
que como consecuencia de la guerra que sufre por más de 50 años entre el
ejército, la guerrilla, los paramilitares, según el Consejo Noruego para los
refugiados, en un informe presentado en Ginebra, mayo de 2016, junto a la
Agencia de la Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), indica que 5,7
millones de personas están desplazadas, es decir el 12% de la población ha
dejado sus hogares por la violencia. Cifras solo superadas en el mundo por
Siria como consecuencia del conflicto armada que vive en los últimos años.
Por tanto, habría que hacerse, y responderse, demasiadas preguntas
para encontrar una respuesta comprensible sobre la situación social que subyace
en estos países y que condicionan la vida de las familias y la participación en
las escuelas en esta parte del mundo, tales como ¿en qué debe consistir la
participación de las familias para mejorar los aprendizajes en la escuela? ¿Qué
beneficios proporciona la participación de las familias a la escuela? ¿Qué
obstáculos existen para la participación real y efectiva? ¿Cómo podríamos hacer
para favorecer la participación? Cuestiones que dejamos para la reflexión por
no ser este el espacio adecuado para responder y profundizar en todas ellas.
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