Niños rumanos en su escuela (2006)
La vida, los años, la experiencia profesional y personal
vividas, junto con la genética, nos conforman como persona y nos ayudan, o no, a encontrar sentido a
nuestra existencia y a las historias que se desarrollan a nuestro alrededor.
Por esa razón, siempre que viajo, me gusta llevar puestas
las gafas de la curiosidad y la observación detenida para tratar de ver y
conocer las vidas y las historias de las personas con las que me encuentro en
el camino. Esa es la razón por la que hoy me gustaría compartir tres historias
que considero que deberían quitarnos el sueño, no solo por lo que puedan significar para los que hemos
tenido la fortuna de nacer en la zona de confort que nos proporciona un país,
una sociedad y una familia que, mirando al mundo que nos rodea, podemos decir
que están muy por encima de la media, incluso cuando aún estamos viviendo las
consecuencias de la crisis económica; sino también, y sobre todo, porque
debería hacernos pensar, cuando ejercemos como ciudadanos o profesionales, sobre
qué sociedad queremos contribuir con nuestras acciones y omisiones.
La primera historia me sorprendió allá por el año 2006, en
una visita de un programa Arion, en una pequeña ciudad de Rumanía. Cuando
llegamos a la plaza del pueblo y dejamos el coche aparcado de inmediato se nos
acercó un chico de unos 11 años, que nos ofrecía servirnos de guía a cambio de
alguna gratificación. Le preguntamos porque no iba a la escuela y nos respondió
que necesitaba dinero para llevar comida a su casa, que tenía 6 ó 7 hermanos,
no recuerdo con exactitud. Pero es curioso, apenas iba a la escuela y se
defendía en español e inglés. Aceptamos su propuesta, recorrimos la pequeña
ciudad mientras nos contaba historias que supuestamente había aprendido escuchando
a otros. Finalizada la visita le preguntamos cuánto debíamos pagarle, a lo que
respondió que con unas monedas era suficiente. Entonces le propusimos que le
dábamos el doble pero en alimentos para su familia, lo que de inmediato aceptó.
Después de comprar unos alimentos básicos, le ofrecimos que cogiera alguna
golosina o algo que le gustara mucho y que no podía comprarse habitualmente. Su
decisión fue comprar una gaseosa grande para compartir con sus hermanos.
Finalizada la compra lo llevamos en el coche a su casa para que no fuera
cargado. Cuando llegamos nos encontramos que vivía en las afueras de la ciudad
en un barrio de chabolas, la suya, como todas las demás, estaba hecha de restos
de materiales como maderas, chapas, plásticos, etc. Podría tener una extensión
de unos 14 m2, en el centro tenía una estufa que servía de calefacción y
cocina. Para agradecernos la comida que llevamos nos sentaron en el lugar mejor
que tenían, un camastro de tablas y con ladrillos para soportarla, que era
donde supuestamente dormía la mayoría de ellos y sus padres, que apenas
tendrían 30 años y ya tenían más de media docena de hijos. Enterados los
vecinos de nuestra presencia, el exterior de la chabola se llenó de madres y
chiquillos pidiendo una ayuda, lo cual llegó incluso a complicar nuestra salida
del barrio.
Las dos siguientes historias comparten el mismo lugar, la
ciudad de Cuzco. la primera sucedió en 2007 y en ella conocí a un niño de unos
4 ó 5 años, que sentado en la acera, cerca del hotel en el que me alojaba,
vendía puñados de caramelos. La primera tarde que lo encontré, le pregunté
cuánto tiempo tenía que estar allí y en un lenguaje difícil de entender, pues
apenas hablaba español, me dijo, o le entendí, que hasta que los vendiera
todos. Entonces le compré todos los caramelos (al cambio eran apenas un par de
euros), para que se fuera a dormir a su casa. Pero mi sorpresa fue que al volver,
un par de horas más tarde, todavía estaba allí con más caramelos, por lo que
volví a comprárselos todos de nuevo. Así sucedió durante los dos días que
estuve en esa ciudad. Naturalmente el niño no actuaba por iniciativa propia,
pues después supe que compraban los caramelos en el supermercado, en bolsas grandes,
que luego dividían en puñados para venderlos más caros y ganarse quizá el doble
de su costo. Y aunque traté de hablar con el niño, no logré averiguar mucho,
pues su lenguaje era muy limitado, además de que quizás estaba advertido de no
hablar con extraños.
La tercera historia la conocí en mi segunda visita a Cuzco,
en abril de este año. Se trataba de una niña de 9 años, que estaba sentada en
la puerta de un comercio en la acera. Tenía una báscula de baño delante de
ella, le pregunté que para que tenía la báscula y ella me dijo que para pesarse
quien quisiera por 50 céntimos de sol (al cambio un euro son unos 3,7 soles).
Entonces le dije que para que quería el dinero y me respondió que para comprar
unos cuadernos que necesitaba para ir a la escuela, le pregunté cuánto
necesitaba para los cuadernos y me dijo que 3 soles. También quise saber si
necesitaba algo más y respondió que unos colores que costaban dos soles. Por lo
que le di esa pequeña cantidad y me marché con la duda de si alguna vez la niña
tuvo los cuadernos y los lápices para los que decía estar juntando dinero.
Historias similares suceden muchos miles cada día, cada
instante, en este mundo injusto y egoísta. Incluso si pensamos en las angustias
y calamidades que hoy están pasando todos aquellos que quieren salir de las
zonas de guerra y miseria, por las necesidades vitales que no se pueden
satisfacer, consecuencias de los conflictos armados en todo el mundo. Porque
ahora, los medios de comunicación, nos han puesto el foco en el Mediterráneo,
pero países como Colombia, que como consecuencia de la guerra que sufre por más
de 50 años entre el ejército, la guerrilla, los paramilitares, según el Consejo
Noruego para los refugiados, en un informe presentado en Ginebra, mayo de 2016,
junto a la Agencia de la Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), indica que
5,7 millones de personas están desplazadas, es decir el 12% de la población ha
dejado sus hogares por la violencia, siendo el segundo país del mundo con más
desplazados después de Siria.
Pero sin ir más lejos, también la crisis de los últimos
años, entre nosotros, ha agudizado la pobreza, y lo que es peor aún, ha llevado
a muchos a perder su dignidad de persona por no disponer de lo mínimo necesario.
Por lo que podríamos seguir contando historias para no dormir y no tener tiempo
en una vida para contarlas todas, pues las miserias humanas no entienden de
fronteras ni de países, son universales y mientras existamos conoceremos y
sabremos de historias que nos gustaría que no se vivieran jamás.