¿Alguna vez te has preguntado por qué nuestras escuelas son como son? Para comprenderlo, debemos viajar en el tiempo y desentrañar la historia de la educación, un relato que en su primer capítulo del libro: “De la escuela que venimos a la que soñamos. El crisol de las emociones de un aprendiz de maestro”, nos lleva desde los cuarteles prusianos hasta las teorías de vanguardia de finales del siglo XX.
Nuestra historia comienza en la Prusia del siglo XVIII, cuna de lo que hoy conocemos como la escuela tradicional. Diseñada con fines muy específicos –formar ciudadanos obedientes, soldados disciplinados y trabajadores eficientes–, esta escuela se erigió sobre pilares de uniformidad, disciplina y transmisión de conocimientos. La imagen del maestro en el estrado, el alumno pasivo y los pupitres en fila india no es casualidad; es la herencia directa de un sistema que buscaba la estandarización y la eficiencia a imagen y semejanza de la producción industrial en cadena. Sorprendentemente, esta estructura sentó las bases de las escuelas en gran parte del mundo occidental, incluyendo la nuestra.
Sin embargo, incluso antes de la explosión de la Escuela Nueva, ya existían voces que soñaban con una educación diferente. Jean-Jacques Rousseau, en el siglo XVIII, con su obra "Emilio, o De la educación", defendió la idea de una educación natural, que respetara el desarrollo espontáneo del niño y lo alejara de las corrupciones de la sociedad. Sus ideas, aunque idealistas, sentaron las bases para un cambio de paradigma. Más tarde, Johann Heinrich Pestalozzi en el siglo XIX, influenciado por Rousseau, puso en práctica una pedagogía basada en el amor, la observación y la experiencia directa, buscando un desarrollo armónico de las facultades del niño.
A finales del siglo XIX y principios del XX, una corriente de pensamiento revolucionaria irrumpió en el panorama educativo: la Escuela Nueva. Hartos de la rigidez prusiana, pedagogos visionarios clamaron por una educación centrada en el niño, en sus intereses y en su desarrollo integral. Nombres como William Heard Kilpatrick, con su método de proyectos, y Adolphe Ferrière, promotor de la escuela activa, apostaron por el aprendizaje experiencial y la libertad del alumno. John Dewey abogó por una educación que preparara para la vida en democracia, conectando la teoría con la práctica.
En este torbellino de ideas, figuras como Maria Montessori revolucionaron la educación infantil con su énfasis en la autonomía y el aprendizaje a través de los sentidos. Ovide Decroly defendió los centros de interés, agrupando el conocimiento de forma holística. Y desde Oriente, la figura de Rabindranath Tagore, premio Nobel y visionario pedagogo, fundó la escuela de Santiniketan en la India, donde promovió una educación holística en contacto con la naturaleza, que integraba las artes, la creatividad y el desarrollo espiritual, lejos de la memorización y la disciplina impuestas. Todos ellos, cada uno a su manera, fueron precursores de una escuela más humana, más activa y más relevante para los estudiantes. Sus aportaciones son palpables en metodologías actuales que priorizan el aprendizaje significativo y la participación activa del alumnado.
Pero el optimismo pedagógico no duró para siempre. La década de 1960 trajo consigo una profunda crisis y un cuestionamiento radical del sistema educativo. El informe de Philippe Coombs sobre la crisis mundial de la educación puso de manifiesto las deficiencias y la incapacidad de la escuela para adaptarse a los nuevos tiempos. En este contexto, surgieron voces aún más críticas, como las de Ivan Illich y Everett Reimer, quienes propusieron la "desescolarización" de la sociedad, argumentando que la escuela era una institución opresora que impedía el verdadero aprendizaje. Aunque extremas, sus ideas nos obligaron a reflexionar sobre el propósito y la función real de la educación.
El cierre del siglo XX, sin embargo, nos traería nuevas luces. En la década de 1980, Howard Gardner desafió la noción tradicional de inteligencia con su teoría de las Inteligencias Múltiples. Esta perspectiva, que reconoce diferentes formas de aprender y de ser inteligente (lingüística, lógico-matemática, espacial, musical, corporal-kinestésica, interpersonal, intrapersonal y naturalista), amplió el horizonte educativo y fomentó una pedagogía más inclusiva y personalizada. A finales de los 90, la investigación de Peter Salovey y John Mayer sobre la inteligencia emocional fue popularizada por Daniel Goleman, destacando la importancia de gestionar nuestras emociones y relacionarnos eficazmente. Estas ideas han influido enormemente en la educación actual, promoviendo el desarrollo de habilidades socioemocionales esenciales para el éxito personal y profesional.
Así, al finalizar el siglo XX, la escuela había transitado un camino asombroso: de la rigidez prusiana a la explosión de la Escuela Nueva, pasando por crisis y nuevas perspectivas sobre la inteligencia y las emociones. Esta evolución nos dejó una herencia compleja pero rica, que sigue modelando la educación que conocemos hoy.
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